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Preámbulo a un resultado

Al momento de escribir, no han terminado de contar los votos en la elección estadounidense de 2020. Biden parece que podría ganar, aunque con un margen menor al que las encuestas le atribuían. Qué tan cerca estuvieron es un asunto metodológico que habrá que evaluar cuando finalice el conteo, comparando los promedios de encuestas con el resultado oficial para cada estado. A la espera, la pregunta que más me surge – y tal vez a quien esté leyendo también – es: ¿por qué Trump obtuvo tantos votos?

Por un lado, la pandemia afectó la economía estadounidense. El desempleo subió y el crecimiento se desaceleró. Aunque hay signos de recuperación, son parciales y no alcanzan los niveles precovid. La economía es uno de los principales predictores del voto y, aunque la administración Trump se atribuyó resultados positivos en los primeros tres años, algunos aducen que los votantes son “miopes” y observan solo el corto plazo (hay, sin embargo, evidencia en contra de la miopía). Es decir, el voto económico debería castigar al gobernante. Por otro lado, la pandemia afectó la vida. Según un estudio riguroso publicado recientemente, las muertes por el coronavirus se relacionan con menor apoyo a los republicanos. Doble razón en contra de Trump.

Si lo anterior fuera poco, Trump mantuvo su popularidad en niveles estables y bajos alrededor de 40%. No amplió su base electoral. Criticó a McCain, héroe republicano. Ofendió militares. Amenazó con despedir al Dr. Fauci, figura más popular que el presidente. Estos ejemplos son temas más de valencia que de posición: no responden a preferencias políticas como los impuestos y el aborto. Deberían superar las identificaciones partidarias. Pero esto no ocurrió ni con los mejores anuncios del Lincoln Project.

A todas luces, Biden no es un candidato atractivo y revolucionario. No fue un game changer (en todo caso, ¿cuántos lo son? Entre los recientes demócratas, Bill Clinton y Obama sí, pero Mondale, Dukakis, Gore, Kerry y Hillary Clinton no). Pero, aunque no se quiera votar por Biden, hay muchas razones para votar contra Trump. Quizás estas expliquen los casi 71 millones de votos demócratas que tiene hasta este momento. No obstante, más de 67 millones de personas votaron por Trump.

Pueden buscarse culpables: el Partido Demócrata no hizo lo suficiente, escogieron mal el candidato, hay personas que se confiaron y no votaron, etc. Pero, en el fondo, no hay culpables, hay votantes. Aunque la disonancia cognitiva nos dificulte verlo, hay personas que votaron por Trump porque aprueban su gestión, porque odian a los demócratas y liberales (en lenguaje técnico, polarización afectiva), porque quieren ver un muro fronterizo (las celdas no les bastan), porque tienen miedo de las protestas, porque no aceptan los reclamos de igualdad racial. Racismo y nativismo: personas blancas atemorizadas del otro, de las minorías, resentidas por el avance cultural o “extrañas en su propia tierra”, como las describe Arlie Russell Hochschild en su libro así titulado. En su estilo grotesco, Trump no acepta lo políticamente correcto y parece que esto a muchas personas les gusta. No dejo de pensar en un ridículo video de la campaña donde, en montaje, Trump golpea con gorras MAGA a Biden, a Hillary Clinton y a un manifestante. Es difícil encontrar una forma más sintética de resumir su mensaje.

Miércoles 4 de noviembre, por la mañana, Donald Trump puede ganar o perder la Casa Blanca. Pero su corriente política no morirá si lo segundo ocurre. La derecha radical populista en Estados Unidos tiene pasado: George Wallace, Pat Buchanan, Sarah Palin, el Tea Party. También tiene futuro. Por ejemplo, ya hay una congresista QAnon electa. Así como la derecha radical no es una patología, el éxito de Trump no es una anomalía. Es un resultado de condiciones históricas y políticas (con un empujón institucional del colegio electoral). Trump ha evidenciado, desde 2016, que no solo se puede ganar la presidencia de Estados Unidos a pesar de ser racista, autoritario y políticamente incorrecto: se puede ganar precisamente a causa de ello. Y la posible presidencia Biden no podrá borrar este nefasto precedente.

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Kamala y Biden

Desde el momento en que se asumió a Joe Biden como el candidato demócrata, mucha especulación ha existido sobre quién podría ser la candidata vicepresidencial (en marzo, Biden confirmó que escogería una mujer). Medios como Politico y The Washington Post han contrastado los puntos a favor y en contra de potenciales compañeras de fórmula, mientras que algunas encuestas han examinado la percepción pública hacia ellas.

La vicepresidencia es una institución relativamente poco estudiado en la ciencia política y con alguna razón: no todos los regímenes presidenciales incorporan esta figura (Chile y México, por ejemplo) y, donde existe, sería irreal interpretar la vicepresidencia como el segundo cargo más relevante. En realidad no. Las presidencias de cámaras legislativas, las jefaturas de bancadas parlamentarias e inclusive ciertos portafolios ministeriales (finanzas, relaciones exteriores) usualmente tiene mayor influencia que la vicepresidencia.

Sin embargo, en ocasiones, los vicepresidentes adquieren una relevancia sobresaliente en el gobierno. Claro que un vicepresidente alcanza la cúspide del poder ante la renuncia, muerte o juicio político del presidente. A veces, la ambición conspirativa sobrepasa la resignación de esperar en la línea sucesoria (según algunos, Michel Temer con Dilma Rousseff en Brasil). Pero, ordinariamente, las labores vicepresidenciales son las que le asigne el o la presidente y la constitución, de ahí que sus poderes y atribuciones sean variables de una presidencia a otra, oscilando entre la nulidad de un Luis Fishman y la influencia de un Dick Cheney (aunque la película Vice, como muchas representaciones populares, exagera el papel real del controversial vicepresidente).

Cuando candidatos presidenciales escogen a sus compañeros o compañeras de boleta/papeleta (hay vicepresidentes que se eligen de forma separada, por ejemplo, en Filipinas), ¿cómo lo hacen? La literatura especializada, muy centrada en Estados Unidos, pero con algunas incursiones en América Latina, señala dos criterios de selección: el electoral y el gobernativo.

El electoral busca maximizar el atractivo de la fórmula mediante el balance estratégico: la selección de vicepresidentes con características distintas a las del presidente para apelar el voto de distintos grupos sociales, ideológicos y geográficos. Así, John Kennedy, joven, católico y liberal del norte, escogió a Lyndon Johnson, texano, de religión protestante y con amplia experiencia legislativa. Sin embargo, este criterio del balance se basa en el supuesto de que la candidatura vicepresidencial influye en la decisión del voto. Grofman y Kline estiman que el impacto es, cuanto mucho, de un punto porcentual.

Investigaciones más recientes sobre el caso estadounidense demuestran que el criterio del balance con fines electorales se reemplazó por uno de habilidades para contribuir en el gobierno. Esto responde a la vicepresidencia de Walter Mondale (1977-1981), un punto de inflexión en el cual los vicepresidentes empiezan a adquirir más funciones sustantivas en las administraciones. Desde ahí, la vicepresidencia moderna trascendió el rol simbólico y limitado que tenía. Vicepresidentes como Al Gore, Cheney y mismo Joe Biden fungieron como consiglieri relevantes para los número uno en la Casa Blanca; la inerte vicepresidencia de Mike Pence es más bien una excepción.

En un artículo publicado en 2019, Michelle Taylor-Robinson y yo sostenemos un tercer factor en la decisión: la vicepresidencia como un espacio ampliado de inclusividad. Con datos de Costa Rica, mostramos que la vicepresidencia ha permitido incluir grupos que no siempre están presentes en las esferas institucionales del poder: mujeres (en parte por una cuota de género que se cumple para las papeletas presidenciales), afrodescendientes y personas vinculadas con organizaciones ambientales, de mujeres y de personas con discapacidades (aunque las tradicionales conexiones económicas y financieras no han desaparecido de la vicepresidencia costarricense).

La escogencia de Kamala Harris evidencia los tres criterios en acción. Es mujer, más joven que Biden (55 vs. 77 años) y afroamericana (balance estratégico de la papeleta). Tiene experiencia como senadora, fiscal general de California y precandidata demócrata (capacidad de aportar en el gobierno). Pero, sobre todo, en una elección donde los dos candidatos presidenciales son hombres blancos, en un ambiente de racismo estructural, con un nativismo pujante desde el Partido Republicano y de grupos de derecha extrema y en un contexto de protesta social alrededor de #BlackLivesMatter y el asesinato de George Floyd, la selección de Harris – hija de inmigrantes de India y Jamaica – es una señal de inclusividad ampliada desde el Partido Demócrata hacia grupos desfavorecidos por una administración Trump que ha demostrado que the American People” de su discurso inaugural incluye solamente al segmento blanco, masculino y “nativo” del país.