Las sociedades democráticas atraviesan múltiples desafíos políticos, económicos, sanitarios y ambientales. Generalmente es difícil construir respuestas ampliamente consensuadas a estos. Sin embargo, es fácil (e ilusorio) proponer soluciones del tipo fórmula mágica para resolver los problemas. A veces la respuesta que algunos sugieren es confiar en líderes autoritarios (usualmente hombres fuertes) que superen las trabas institucionales. En otras ocasiones, la respuesta es más democrática: implementar reformas electorales.
La solución electoral es intuitiva. En democracia, las personas legisladoras, las autoridades locales y –en sistemas presidenciales y semipresidenciales– la cabeza del Ejecutivo son elegidas popularmente. Si estas personas seleccionadas no siguen el comportamiento deseado, es lógico pensar que al cambiar las reglas con las que se eligen cambiaríamos el comportamiento.
La ciencia política ha dedicado bastantes esfuerzos a desentrañar la relación entre reglas electorales y comportamiento político. Sin embargo, distamos mucho de contar con leyes científicas. Ni siquiera los postulados más conocidos, las proposiciones de Duverger, alcanzan este estatus.
La principal razón por la cual es difícil determinar los efectos de los sistemas electorales es la imposibilidad de conducir experimentos controlados. Idealmente, podemos imaginar dos países idénticos en todo. A uno de ellos le aplicamos una reforma: por ejemplo, para la elección de legisladores, pasar de listas cerradas (confeccionadas por partidos) a listas abiertas (confeccionadas por las personas votantes que escogen entre la oferta de distintos partidos). Podríamos comparar los resultados del país con tratamiento vs. el país control sin él. Esto es, evidentemente, imposible. No hay países idénticos en todo ni tampoco podemos asignar sistemas electorales para un estudio.
Sí podemos evaluar cambios dentro de un país, como en Honduras, por ejemplo. Pero nos queda la duda de cuánto el efecto es un resultado de las condiciones propias de cada país: trayectoria histórica, cultura política y demás. Podemos también estudiar múltiples países y hacer comparaciones cualitativas y cuantitativas. Pero los sistemas electorales son realmente creativos y nos enfrentamos con variaciones en el número de circunscripciones y de escaños, las fórmulas para repartir los cargos (cuotas y divisores), los umbrales, la estructura de la papeleta, los ranqueos y las combinaciones de todos los anteriores elementos. Esta amplia diversidad –relativa al número finito de países que observamos– hace que las inferencias sean más débiles de lo que quisiéramos.
En Costa Rica muchas personas desearían que las listas no fueran cerradas sino abiertas (otra posibilidad que no siempre se comenta es marcar preferencias dentro de la lista del partido, es decir, ranquear las candidaturas de la lista partidaria). Hace un tiempo hice un hilo al respecto con algunas precisiones. Para el contexto costarricense, mi advertencia principal es: si creen que los partidos ya son débiles y poco cohesionados, con las listas abiertas esto se magnificaría.
Y esta es la principal consideración que subrayo respecto a la ingeniería electoral: cambiar un elemento X para esperar un cambio en Y, tiene efectos secundarios en Z.
Por ejemplo, aumentar el tamaño de la Asamblea Legislativa podría favorecer la especialización de las personas legisladoras en comisiones, como se ha sugerido. Pero también se esperaría que aumente el número de partidos con representación parlamentaria, ya que cuantos más escaños existen, más fácil es obtenerlos.
Asimismo, las listas abiertas son tentadoras en una era donde los partidos decepcionan. Pero una Z –un efecto secundario– son los costos informativos y cognitivos para las personas votantes. En otras palabras, escoger candidatos y candidatas es más difícil que escoger partido. El caso de Honduras, nuevamente, es útil.
Recientemente se ha discutido –y criticado– la propuesta de disminuir el umbral de 40% a 20% para ganar la presidencia costarricense en primera ronda. La idea es que al disminuir el umbral (X) se ahorra el costo de organizar una segunda ronda (Y). Las motivaciones detrás de la reforma son otro tema pero, en general, las reformas responden a los intereses estratégicos de los partidos para consolidar o aumentar su cuota de poder.
¿Cuál es la Z en este caso? El 20% facilitaría ganar en primera ronda, disminuyendo la probabilidad de una segunda ronda. Esto resulta problemático porque implica que la presidencia responde a una mayoría simple (pluralidad) y no a una mayoría absoluta (mitad más uno) que exige una segunda ronda. Menos votos respaldan a la fórmula ganador, lo cual, en términos de legitimidad democrática, no es deseable.
Sin embargo, nótese que ganar con pocos votos ya es posible. Cuanto menor es la participación electoral (porcentaje de personas que votan), menor el porcentaje de votos que respalda al ganador, incluso con niveles altos de apoyo. Con números simples, se puede ganar con el 60%, pero si solo votó el 40%, el respaldo es 0.6*0.4= 24% del padrón electoral.
Un problema –a mi juicio– más grave de bajar el umbral es que la fórmula presidencial no refleje bien las preferencias del electorado. En teoría de juegos, se denomina ganador Condorcet a aquella opción que le gana a todas las demás. Se dice que la segunda ronda favorece encontrar esta opción Condorcet, aunque no necesariamente la garantiza. Bajar los umbrales a 20% o incluso a 0% (recuérdese que países como Honduras, México, Paraguay y Panamá no tienen segunda ronda y en ellos gana la opción con más votos en primera) reduce la posibilidad de obtener este ganador Condorcet.
Esta formalidad teórica del ganador Condorcet no excluye los problemas de legitimidad —el caso de México en 2006 es ejemplificante. Es además otra ilustración de que las reformas electorales, si bien pueden promover cambios deseados, tienen externalidades no siempre consideradas.